Ahí se encontraban ambos, amigos, amantes casuales, trémulos ante el impulso que los empujaba a través de cada una de las fibras de sus cuerpos.
Con ojos penetrantes inspeccionaban con detalle cada punto, cada expresión, cada movimiento del otro, e imperceptiblemente se olían mutuamente, percibiendo las variaciones que daban cuenta de las direcciones que tomaba dicho impulso.
No era fácil ignorar tanta sensación, y es que la química que surge de dos cuerpos, la atracción casi magnética de la carne es una cuestión de la cual es imposible escapar.
En un determinado y bien calculado instante, ambos cuerpos se toparon en medio del espeso espacio, entre el peso de la nada agobiante que los acompañaba.
Fue el roce mas extraordinario quizá que pudieron sentir entre ambos, algo sensorialmente profundo.
La tensión.
El aliento.
El sudor.
Los aromas.
Las miradas... de esas profundas que parecen desnudar más que el cuerpo, que reflejan el deseo, las ganas, los anhelos.
Seguido al roce vino el descubrimiento tácito, expedito de cada uno de los relieves, de las hendiduras de sus cuerpos.
El calor de la carne era el mejor mensajero.
Las palabras sobraban y el aire solo se prestaba para llenar los pulmones, para proveer a los amantes de vida y evitar desfallecer.
Alguna mano comenzó la travesía.
Era verano por lo que no había mucho ropaje del cual deshacerse. Sin embargo, los años que precedieron a ese momento eran el traje mas grueso, los inevitables temores y expectativas de aquel reencuentro presionaban más que un corsé del 1700, y sobre todo la inundaban a ella, a sus prejuicios, a sus recuerdos, los recuerdos con él, los recuerdos de sí misma.
El sólo y siempre quiso volver a verla, a sentirla, a tocarla. Pero esta era la ocasión, hoy todos sus anhelos se hacían literalmente carne, este día la tendría para él, y le entregaría a ella todo lo que siempre guardó.
La mirada de ella era un poco escurridiza, un poco avergonzada, como si esperara que sucediera algo.
Él no le quitaba los ojos de encima, presenciaba su pelo, sus labios brillantes, rojos por la sangre, observaba sus pechos redondos, su espalda estricta y la caída de su columna hasta sus glúteos. La admiró, y en cada toma la deseó fervientemente. Tanto así, que ella logró percibir su deseo, su mirar permanente, y se sintió como hacía mucho no sentía, se sintió deseada, anhelada lujuriosamente, desprendida de todos los roles que solía cumplir diariamente, ahora era sólo ella, frente a él, sin pasado, sólo el que él conocía, y con todo el deseo dentro de ella, dentro de él, en el aire.
Todo esto le bastó para levantar la mirada, y enfocar sus ojos cafés en él, en su cuerpo, en las amables facciones de su rostro, en su expresión de deseo. Lo observó hasta encontrarse con sus ojos, su mirada arrasaba con él, era una mirada desconocida para ambos, una mirada poderosa, tan poderosa que a él lo paralizó, le hizo esperar por lo que vendría. Así ella avanzó hacia él. Él retrocedió con cada uno de sus pasos hasta encontrarse sorpresivamente con el catre de la cama, al cual cayó bruscamente.
Ella se adelantó hasta encontrarle, lo miró desde lo alto con una mueca seductora en su rostro.
Levantando una de sus piernas se posicionó en el borde de la cama, abierta, sin mirarlo. Él no pudo más que aclarar su garganta con la saliva que desde hace rato desbordaba su boca al ver su posición.
Se montó sobre él, con las piernas bien separadas le dejó sentir el calor de su vientre, de su vagina, extendiendo su pelvis hasta el bulto lo bastante erecto como para sentirlo. Él inspiró profundamente, como si el calor de ella le hubiera atravesado, a ella eso le agradó, le provocó una pequeña mas no insignificante sensación en la unión entre su vulva y su ano, una extraña tensión que la remeció hasta el sacro, lo que la enderezó aún más sobre él.
Lo abrazó, y desde sus hombros acarició su espalda hasta alcanzar la abertura de su polera que tomó y retiró hábilmente.
Ella ya no lo miraba directamente, el buscaba aquella conexión, mas ella ya no era la misma que había entrado a esa habitación.
Ella lo tocó con las yemas de sus suaves y pequeños dedos, con la punta de sus uñas, presionándolo firmemente, pasando por todas las ondulaciones que dibujaban su tersa espalda, sus músculos, su morena piel.
Él la sentía como siempre quiso, como jamás imaginó, como nunca había sentido a otra mujer por el sólo hecho de ser ella. Todo su cuerpo estaba atento a cada uno de los movimientos de la mujer, recibiendo hasta la más mínima sensación... se entregó, decidió dejarla hacer de él lo que se le antojara.
Ella lo lamió, lo degustó, parte por parte, centímetro a centímetro. No dejo lugar sin explorar.
Cuando llegó a la base de su glande, se sintió en la gloria. Lo absorbió, cada mamada de esa verga la hizo como si fuera la última, como si ese fuera el último hombre al cual tendría la oportunidad de ofrecer placer, y eso la excitaba, la calentaba desmedidamente el que él la deseara, el que él gimiera, y su única pretensión era envolverlo en ella hasta más no poder, hasta que en algún momento él la detuviera.
Era egoísta, y en verdad se sentía dueña de cada sensación, de cada erección, de cada una de sus gotas de semen, de sudor.